miércoles, 8 de junio de 2011

Momificación

El arte de la momificación alcanzó su apogeo en Egipto bajo el segundo imperio tebano, que fue cuando se produjeron las momias más perfectas, perdurando durante más de treinta siglos. En los tiempos predinásticos, los cadáveres se enterraban directamente bajo la arena, donde acababan momificándose de manera natural. Hay muchas evidencias que demuestran que el embalsamamiento tuvo un origen religioso, concebido como un medio de preparar al muerto para la vida después de la muerte. Los egipcios creían que era necesario que el cuerpo no se extinguiese, por entender que la presencia del alma estaba subordinada a la duración del organismo que la había animado. Herodoto, Diodoro de Sicilia y Estrabon han proporcionado abundantes datos sobre las costumbres que mantenían los egipcios con los muertos, en un intento vano de encontrar explicación a tan singulares creencias.

Según Herodoto (historiador griego) que visitó Egipto en el año 450 a.C-, el difunto era trasladado al pernefer, la casa de momificación. Los sacerdotes mostraban a la familia unas maquetas de madera en las que se podía apreciar el resultado final. Convenido el precio y el modelo, comenzaba la labor de conservación, que duraba setenta días justos. Tras este dato se ocultaban razones de carácter religioso. Los astrónomos egipcios descubrieron que Sirio -la estrella más luminosa del cielo- dejaba de lucir durante setenta días, al igual que la mayoría de las estrellas fijas. Se estableció entonces una conexión entre la desaparición temporal de la estrella y la muerte de Osiris: esta deidad, venerada también como dios de la fertilidad, moría todos los años, era embalsamada en el otro mundo y renacía cuando el rio Nilo se desbordaba y los campos volvían a ser productivos. Sirio era considerada parte del dios, porque aparecía en verano coincidiendo con los desbordamientos del rio. Y como el astro dejaba de brillar durante setenta días, dedujeron que la operación de embalsamar a Osiris duraba este tiempo, el mismo que debía aplicarse a los seres terrenales.

Lo primero que se hacía con el cadáver, una vez desnudado y tendido sobre un tablón o mesa de madera, era lavarlo y perfumarlo. Los embalsamadores sabían que los órganos internos son los primeros en corromperse, por lo que se retiraban inmediatamente. El cerebro se extraía mediante un grafio introducido por un orificio nasal -generalmente el izquierdo-, por succión o inyectando una sustancia desconocida que licuaba la materia gris. Luego, con una afilada piedra etíope u obsidiana, el parasquita -sacerdote encargado de la parte quirúrgica- hacía una incisión en el flanco izquierdo del abdomen para sacar los órganos y vísceras, menos el corazón y los riñones, que, por razones desconocidas, no se tocaban. Normalmente tampoco extraían los ojos, pero debido a su elevado contenido en agua, se hundían en las órbitas. En ocasiones rellenaban la cavidad ocular con bolitas de lino, o bien sustituían los ojos por prótesis de vidrio, piedra o hueso.



Una vez eviscerado el cadáver, los taricotas -sacerdotes especializados- lavaban con vino de palma y otras sustancias balsámicas el interior de la cavidad torácica y abdominal, operación que repetían con las vísceras. El siguiente paso consistía en sumergir durante varias semanas, tanto el cuerpo como las vísceras, en natrón -carbonato de soda cristalizado-, que obtenían de los lechos de los lagos secos. El natrón ayuda a retirar todo el agua del cadáver, por tanto, los procesos biológicos implicados en la putrefacción se interrumpen. Para acelerar este proceso de deshidratación y prevenir cualquier desfiguración del cuerpo, las cavidades vacías se rellenaban con materiales como piedras, aserrín, cebollas, vegetales secos y arena.

Las vísceras, después de saladas, se embadurnaban con resinas vegetales y se envolvían en telas para formar cuatro paquetes, que se guardaban en vasos canopes -recipientes herméticos con forma de ánfora fabricados generalmente de alabastro, piedra caliza o barro cocido-. Cada vaso llevaba la imagen de uno de los cuatro hijos de Horus, genios funerarios con la misión de proteger los distintos órganos. A partir de la XI dinastía (2061-1191 a.C), los vasos canopes desaparecen, y las vísceras vuelven a la cavidad abdominal, acompañadas de figurillas de cera representando a los cuatro hijos de Horus. 



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